Lecturas sobre el efecto placebo

Y luego se sorprenden de la psicoterapia y sus milagros.

Desde hace unos tres años la noticia ha corrido como pólvora: los placebos están teniendo el mismo efecto que los medicamentos. El estudio de este fenómeno se está extendiendo a entender cómo funcionan algunos tratamientos alternativos. Placebos Are Getting More Effective. Drugmakers Are Desperate to Know Why. es un artículo que puso el tema en los medios.
Y si hay efecto placebo también hay su opuesto. What Is the Nocebo Effect? Desde las palabras pesimistas del médico hasta la influencia de la advertencia de efectos secundarios entran en esta categoría.
Y el argumento contra el uso de placebos en lugar de los medicamentos siempre ha sido el que hay que mentir a los pacientes porque si saben que es un placebo no funciona. Pues no, aún sabiendo que es un placebo, funciona. Meet the Ethical Placebo: A Story that Heals nos cuenta cómo.

Mis lecturas sobre la tragedia de Aurora, CO

Les comparto mis lecturas sobre el tema de la reciente tragedia en Aurora, Colorado, que como ustedes saben, para un psicoterapeuta es muy relevante acercarse a comprender. Todas están en inglés por la naturaleza del tema.

El cerebro de los taxistas de Londres

Mucho se está hablando, y mucho más se hablará en los días siguientes, sobre la ciudad de Londres. Hoy les voy a contar una historia sobre uno de los atractivos de esta hoy sede olímpica, que más ha llamado la atención de los científicos en los últimos seis años, entre otras cosas, porque está ligado a uno de los descubrimientos quizás más importantes en la historia de la humanidad. Les voy a platicar del cerebro de los taxistas londinenses. Y que por cierto, pese a su importancia, no vimos presentes en la inauguración. Al menos no de modo explícito.

Pero para platicarte del cerebro de los taxistas londinenses, tengo primero que ponerlos al tanto de uno de los inventos más poderosos y que más están cambiando y cambiarán nuestra vida como la hemos conocido hasta ahora. Y no, no es una tableta o teléfono inteligente.


Recordemos que los grandes descubrimientos tienen detrás grandes inventos. Pensemos, por ejemplo, en el microscopio que permitió el descubrimiento de los microorganismos y el gran avance en salud que esto trajo a nuestras vidas.

El invento del que les hablaré hoy es la tomografía o imagen de resonancia magnética. Y antes de que pongan cara de “what”, les explico de modo muy sencillo qué hace. Detecta a nivel microscópico la actividad eléctrica que hay dentro del cerebro, así como consistencia y densidad. Es una combinación entre rayos equis, sonar, y electroencefalograma.

El electroencefalograma, ese aparato lleno de cables que se conectan en la cabeza, sigue siendo maravilloso para detectar actividad eléctrica en el cerebro, pero desafortunadamente, solo detecta actividad en la superficie del cerebro, y sólo donde el cable está conectado.

Los rayos equis, por otra parte, permiten ver cierta consistencia, dura o suave, del cerebro, pero además de los efectos secundarios por radioactividad en exposiciones  frecuentes y largas, los rayos equis no detectan actividad eléctrica o diferencias finas en el tejido neuronal.

Es entonces donde la resonancia magnética entra. La detección de tumores cerebrales en formación temprana es posible hoy gracias a este aparato, por citar solo un uso. Y su aporte a la investigación lo define muy bien el neurocientífico Alan Leshner cuando dice que: «hemos aprendido más sobre el cerebro en los últimos veinte años que en toda la historia.»
En otras palabras, digamos que los científicos actuales parecen japoneses haciendo un tour por Venus sacándole fotos a todo el mundo con su nueva camarita de resonancia magnética. Eso sin contar que el último grito de la moda es la resonancia magnética funcional, que es como tomarle video al cerebro por dentro mientras trabaja.

Pues bien, entre los muchos individuos que han sido  —por decirlo de algún modo—fotografiados con este extraordinario invento están los taxistas de Londres. O mejor dicho, el cerebro de los taxistas londinenses.

Todos hemos tomado un taxi por lo menos alguna vez en nuestra vida. Muchos taxistas nos deben estar escuchando, de hecho. Por lo que esta escena les va a ser familiar a todos. Supongamos que estamos en Bosques de las Lomas, cerca de la Universidad Anáhuac, al norponiente de la ciudad, y le pedimos al taxista que nos lleve a la calle de Glorieta de Bucareli esquina con Indios Verdes en Ciudad Neza, al otro extremo, geográfica y económicamente hablando, de la ciudad.

Hay tres posibilidades de respuesta. Primera: “híjole, joven, no tengo ni idea, ¿sabe llegar, verdad?”; segunda, el taxista guarda silencio y ya cuando estamos arriba dice: “usted me va diciendo por donde”; tercera posibilidad, en el remoto caso que el taxista sepa donde están esas calles en Ciudad Neza: “oiga, ¿sabe cómo salimos de aquí?”. (Nuevamente, saludos a los taxistas y pasaje que les acompaña).

Pues con los taxistas en Londres no pasa eso. Para ser taxista en Londres hay un examen. Un examen que es adicional al de la licencia de conducir. Las preguntas piden que los examinados describan la ruta a seguir desde un destino a otro en la ciudad. Y no solo tienen que dar una respuesta, sino la mejor respuesta, es decir, la que contemple la menor distancia junto con el menor tiempo, porque las preguntas incluyen horas de tránsito. Este examen tiene más de medio siglo de ser aplicado por la alcaldía de Londres. Incluso hoy, no vale la excusa de traer un GPS. Los taxistas tienen que pasar el examen sin ayuda.

Perdón el paréntesis, pero no puedo dejar de pensar en que es más difícil el examen para taxista en Londres que para maestro sindicalizado en México. Pero dejemos la política a un lado.

El nivel de experiencia alcanzado por los taxistas en esta hoy sede olímpica es tan alto que los científicos no se aguantaron las ganas y los metieron al laboratorio a tomarles unas resonancias magnéticas. Había que averiguar si el cerebro de un taxista londinense es diferente al resto de los seres humanos.

Y la respuesta es sorprendente. El hipocampo —que es la parte del cerebro dedicada la memoria espacial y visual, la encargada pues de almacenar todos los mapas de nuestro entorno, desde dónde está ubicada nuestra cama en relación al baño, hasta cómo llegamos a Cuernavaca— esta parte del cerebro es más grande en tamaño y más densa en actividad en estos conductores que en personas normales.

Este tipo de descubrimientos sobre el cerebro son los que están revolucionando al mundo, gracias sobre todo a la resonancia magnética. Sin ir más lejos, la neurociencia actual ha logrado desmentir uno de los mitos más grandes de nuestra historia, la creencia de que el cerebro con el que nacemos es el mismo que cuando morimos. Hoy sabemos que esto no es verdad. El cerebro no solo cambia, sino que como los músculos, puede ejercitarse, puede modificarse y transformarse a sí mismo.

Los expertos le llaman neuroplasticidad, y es esta capacidad para activar nuevas relaciones y nuevas funciones entre neuronas, hacer nuevas conexiones, pues. Personas con parálisis cerebral han encontrado nuevas técnicas y terapias que les permiten remodelar sus cerebros después de padecer un derrame cerebral, por mencionar sólo un ejemplo. Y hasta los psicoterapeutas nos estamos beneficiando de estos descubrimientos, mejorando y optimizando nuestras técnicas para tratar adicciones, estrés, dolor crónico, entre otros padecimientos.

Ya les platicaré en otra ocasión del cerebro de los monjes budistas tibetanos, o el de los músicos, o el cerebro de un sinestésico que percibe colores cuando ve números. Por hoy, la atención está en Londres y el cerebro de sus taxistas.

El rostro de los otros: marcianos que no lo parecen y americanos que no lo son

Estados Unidos amanece de luto otra vez. Y por más que se antoja una reflexión al hecho que lo provoca, dejaremos eso para cuando la distancia de los días permita un análisis más profundo. Sin embargo, hay dos mitos altamente relacionados con el país del norte que vale la pena recordar. Mitos con los que nuestra generación creció, la tuya y la mía, nacidos por ahí de finales de los sesenta y principios de los setenta. Digamos, la generación post sesenta y ocho. Dos mitos con los que crecimos. Hubo muchos otros, pero hoy quiero recordar dos mitos y como han venido a transformarse de modo radical en la época actual.

El primer mito nace de los viajes a la luna y al espacio en general. Nuestra infancia creció con la carrera espacial entre soviéticos y norteamericanos, chimpancés héroes y perritas de muerte dramática, hombres mirando un planeta azul a través de una claraboya y astronautas pisando la luna. Eran días en que la tecnología y los avances científicos no estaban al alcance de la mano, en un teléfono inteligente o una computadora de última generación. Nuestra manera de vivir esos avances era por esas historias. Pero también eran días en que cuando te preguntaban de niño qué ibas a ser de grande, la respuesta de quiero ser astronauta no sonaba tan descabellada. Era algo posible. A nuestra generación le hicieron esa promesa que nunca se cumplió. El progreso, la promesa de lo moderno, el futuro. En esa decepción generacional se fundamenta esto que los estudiosos llamaron post-modernidad: las grandes promesas incumplidas. Pero como dicen, esa es otra historia que dejaremos para otro momento.

Junto con esos viajes a la luna con los que seguiremos soñando, estaba el maravilloso mundo de los marcianos y extraterrestres. ¡Uf, cuántas teorías, cuánta ciencia, real y de ficción sobre los marcianos y extraterrestres! Bradbury me viene a la mente. Pero hoy quiero recordar un momento clave de aquel imaginario de infancia y adolescencia. Mientras soñaba con la posibilidad de que nosotros, los terrícolas, humanos, nos encontráramos con otros seres diferentes a nosotros, con diferentes modos de pensar y diferentes costumbres, mientras soñaba con eso, un día leía el ya clásico libro de Cosmos del finado Carl Sagan, maestro de la divulgación científica moderna. Libro que como saben los de nuestra generación se basaba en una serie documental de televisión. El capítulo en especial que recuerdo se llama “Blues para un planeta rojo” y se dedica a analizar con detalle y prodigio narrativo las posibilidades reales de la vida en Marte. Es en ese capítulo donde un día descubrí una posibilidad nunca antes imaginada ni por mí ni por ningún autor de ciencia ficción. Carl Sagan explica que el clima de Marte permitiría que en algún futuro sembráramos algún tipo de alga en los polos marcianos para que generaran oxígeno y por lo tanto una atmósfera, con el tiempo, habitable para los seres humanos. Con esto, Carl Sagan cierra el capítulo diciendo que de ser así nos enfrentaríamos a un escenario inusual, inesperado, porque después de especular tanto sobre los marcianos, en este caso “los marcianos seríamos nosotros mismos”. ¡Cómo me ha dado vueltas esa frase, esa idea! Algo que entendería después en mis clases de filosofía, o más recientemente, en mis clases como psicoterapeuta: ese al que vemos como otro, no es sino yo mismo; el otro siempre es un otro yo.


El otro mito de nuestra generación, muy post-sesenta y ocho es el que nos hizo tan anti-yankees por muchos años. En una combinación de diferentes factores que van desde una ideología pseudo socialista-comunista, tanto en nuestros gobernantes de aquella época, como en muchos de nuestros maestros en preparatoria y universidad, hasta un resentimiento antiquísimo por la invasión norteamericana de 1914, o la expropiación petrolera con Lázaro Cárdenas, las presiones macarthystas contra movimientos sociales, y ve tu a saber porque otras tantas razones, lo cierto es que nuestra generación creció con un odio-resentimiento-repudio a todo lo que tenía que ver con los Estados Unidos. Un repudio solo en lo políticamente correcto porque la dependencia, siendo vecinos, siempre fue inevitable.

Pero por ejemplo, hablar inglés era mal visto. Decir términos en inglés en medio de una plática o conversación era de muy mal gusto. Nuestros políticos y gobernantes no hablaban en inglés con los gringos en actos públicos. Y lo curioso es que desde la primaria nos enseñaban inglés porque podía sernos útil, aunque por otro lado, nuestros maestros de historia, civismo o sociología se expresaran tan mal de los americanos.

Y que decir de los viajes a Disneylandia, por un lado tan envidiados por los niños pero por otro tan menospreciados por los adultos. Fíjate que conozco gente de mi generación que hasta la fecha le cuesta trabajo aprender el idioma inglés, por más clases que han tomado. Y el bloqueo del idioma viene de sentir culpa, de sentir que traicionan quién sabe que principios sociales, familiares, educativos o hasta patrióticos si hablan en inglés.

Para nuestra generación, hablar mal de los gringos era lo más común. Contar chistes de gringos era de todas las fiestas. Criticar todo lo que hacían, como vivían, su mundo Disney, su falta de historia, su falta de cultura, su andar siempre fachoso, su hippiesmo, su ignorancia del mundo, su falta de interés por aprender otros idiomas…

Pero en los últimos años el cambio de perspectiva sobre este tema ha sido radical. No solo porque ya el presidente Vicente Fox empezó a hablarle a los norteamericanos en su propio idioma, rompiendo así con la idea de un malinchismo mal entendido, sino porque nuestra relación con el país del norte ha cambiado en lo más íntimo y cercano: en nuestras propias familias. Y esto en todos los niveles socioeconómicos y en todas las regiones del país.

En nuestra época, los sesenta, setenta y todavía un poco de los ochentas, los mexicanos se fueron a trabajar del otro lado del río Bravo. Iban y regresaban. Algunos. Muchos se quedaron. Muchos dejaron una familia allá y regresaron con su otra familia aquí. No todos permanecieron indocumentados. Algunos adquirieron la nacionalidad norteamericana. Y lo más importante, una buena cantidad de mexicanos, nacieron en Estados Unidos, con una doble nacionalidad, la mexicana, por ser hijos de padres mexicanos, y la gringa, por nacer en territorio americano.

Hace poco más de seis años, mi hermana y mi cuñado se mudaron a los Estados Unidos, por una promoción de la empresa en que él trabaja. Hace poco más de un año, mi sobrina nació. Americana y mexicana al mismo tiempo. Sobra decir que si de por sí mi modo de ver a los gringos ha cambiado junto con mi generación, ahora más que nunca. No puedo ya permitir que nadie hable mal de los gringos porque ahora están hablando mal de mi familia, de mi sangre.

Dicen los expertos que para el año 2042, en treinta años, los americanos blancos, los gringos güeritos, serán minoría en su propio país. Ya el día de hoy, nacen más afroamericanos, asiáticos, e hispanos, que blancos. Es decir, si tomamos en cuenta a los niños de un año de edad o menos, los blancos ya son menos.

Y es aquí donde estos dos mitos, los marcianos y los americanos se juntan, porque aquella frase de Carl Sagan con respecto a los habitantes del planeta rojo, me da vueltas en la cabeza cuando pienso en el país de las barras y estrellas: los americanos seremos nosotros. Los americanos, ya somos nosotros, los mexicanos.

Adios a la familia Kodak; bienvenida la familia Photoshop

Todavía hace cincuenta años o menos, la familia mexicana era una familia nuclear, abuelos, papá, mamá, hijos e hijas, que se iba extendiendo con los matrimonios de estos últimos, y la nueva generación de nietos.

Este paradigma de familia lo podemos ver muy claro más allá de las estadísticas, al revisar el típico cuadro fotográfico en casa de los abuelos, ya sea en alguna mesa o en el álbum familiar.


Pero también lo podemos encontrar en muchos libros. Parte de lo que he estudiado en los últimos años en mi formación como psicoterapeuta, es la descripción de las etapas familiares. Te estoy hablando de libros que se publicaron hace apenas un par de décadas, con base en estudios de por lo menos otro par de décadas. Es decir, estamos leyendo libros sobre la familia que son una fotografía de hace cuarenta o cincuenta años. Una familia que la cultura popular pasó a definir tomando prestado el concepto de una vieja campaña de marketing: la familia Kodak. Es decir, la familia perfecta, cada miembro de la familia en su lugar, guardando su posición y sus funciones. La familia que evolucionaba de ser una pareja heterosexual a ser una familia con hijos, para luego que los hijos se casaran y dejaran a los padres solos, y etcétera, etcétera.

Ahora pensemos en las fotografías de nuestras familias actuales y reflexionemos un poco sobre ellas. ¿Han notado que las fotos colgadas en la pared o puestas en la mesita hay que estarlas cambiando a cada rato? ¿Se han dado cuenta que la foto donde aparecía el marido de la hija la tuvieron que quitar porque ya se divorciaron? ¿O que tuvieron que cortar el retrato familiar de navidad porque Juanito ya cambió otra vez de novia? ¿Quizás incluso hay fotos que todos recuerdan que se tomaron pero que los padres no quisieron imprimir porque les cuesta mucho trabajo aceptar la homosexualidad de uno de sus hijos?
Y por supuesto que siempre estará el Photoshop para estos casos. Y es que la familia actual es muy dinámica, Los hijos que se fueron regresan después de un tiempo, por cuestiones de pareja pero también por cuestiones económicas o para cuidar a los padres, que ahora viven, afortunadamente, hasta los cien años. O los niños, que ya no llegan todos en la misma oleada o se tienen con la misma pareja. Es más común también la adopción.

Y de los variados tipos de familia ya ni hablamos. Como por ejemplo la llamada por los estudiosos de mercados y consumo, familia DINK, que por sus siglas en inglés es "double income no kids". Familias constituidas por una pareja en la que ambos trabajan pero todavía no hay hijos, y cuyo comportamiento ha resultado ser, en términos de consumo, muy diferente al de las demás familias.

Es entonces que en los últimos cincuenta años pasamos del paradigma de la "familia Kodak" al de la "familia Photoshop". Es decir, si en un momento era el cuadro familiar tradicional, padre, madre, hijos, todos como en foto de anuncio de revista, ahora pasamos al de una familia dinámica en la que hay que estar adaptando las fotos familiares, agregando a la foto el recorte de los miembros que no están presentes físicamente en el momento del evento o celebración, o borrando los que han dejando de formar parte de la misma. La familia a dejado de ser una composición estática para pasar a ser un sistema dinámico.