El espíritu del malvado tigre ante la neuroley

Un hombre o mujer, después de días de pesadumbre y dolor, se enoja, entra en un estado de ira incontrolable. Está contra todo y contra todos. Rompe cosas. Golpea personas. Tal vez incluso las hiere, las daña, y puede llegar a matarlas.

En occidente, en esta cultura nuestra griego-romano-judeo-cristiana, la persona enojada al grado de la ira es responsable de su enojo, de su ira, y de todas las consecuencias que traiga consigo. La única manera de evitar tal responsabilidad es la de alegar locura, un daño cerebral, algún padecimiento físico que demuestre la inconciencia del acto. A veces incluso, en el afán de buscar culpables, se investiga al psicoterapeuta, al psiquiatra, a los maestros de escuela, o a la sociedad por permitir que esto pase.


La historia reciente de los Estados Unidos, al menos la construida por los medios masivos, está llena de estos casos, principalmente de adolescentes que cargados de armas de fuego y municiones disparan a multitudes inocentes.

Y claro, si hablamos de conciencia, responsabilidad, emociones o identidad, estamos en el terreno de la neurociencia. Y si la neurociencia está cambiando radicalmente nuestro modo de ver todo lo que tiene que ver con la mente y el cerebro, la ley y la justicia no son la excepción. Tan es así que ahora existe la materia de neuroleyes en algunas universidades gringas.

La línea que separa a una persona declarada como no sana o “insane” y una capaz de responder por sus actos, siempre ha estado ahí. El caso que siempre se cita como ejemplo es el de Charles Whitman, quien es tristemente recordado por matar a trece personas y herir a treinta y dos en el campus de Austin en la Universidad de Texas en el año de 1966, al apostarse como francotirador y asesinar desde la cima de una torre a quien iba caminando. No pudo ser atrapado vivo, como gusta la justicia occidental, y tuvo que ser asesinado para detener la masacre. La investigación posterior reveló que la noche anterior había matado en su casa a su madre y a su esposa, con quien vivía. Pero lo más interesante fue la carta póstuma que dejó en esa casa en donde decía lo mal que se había sentido en las semanas previas, al grado de sospechar que tenía algo raro en su cabeza. Pedía perdón por los hechos y solicitaba que se le hiciera una autopsia en su cerebro para explicar su malestar y dolores de cabeza además de realizar con él investigaciones que previnieran casos como el suyo. Y así se hizo. Se realizó la autopsia y se encontró un tumor en el área de la amigdala, la cual es la encargada de encender los motores de ataque y agresión en nuestro sistema nervioso.

Charles Whitman murió sin ser juzgado, pero las preguntas siempre persistirán con respecto al grado de responsabilidad en sus actos.

Hoy, la neurociencia está descubriendo que muchas de las acciones que realizamos día a día y que creíamos que elegíamos concientemente, son en realidad procesadas por elementos no concientes de nuestro cerebro y mente. Nuestro yo conciente es una parte pequeñita comparada con todos los procesos neuronales no concientes, a los que no tenemos acceso pero funcionan cotidianamente. Los hombres, por ejemplo, prefieren elegir retratos de mujeres con ojos dilatados aún cuando concientemente no sepan que esa es la razón de su elección. Esto es fácil de entender y aceptar con ejemplos aplicados a consumo. Pero el tema se complica cuando hablamos de asuntos legales.

Siempre había creído que el fenómeno del asesino que sin motivos dispara a multitudes inocentes era casi exclusivo de la sociedad norteamericana moderna. Me sorprendió recientemente encontrarme conque no es así. Lo que sucede es que cuando un fenómeno como este pasa en otras culturas no hacen tanto escándalo. Al menos, la manera de ver el fenómeno define las características del mismo y por lo tanto las consecuencias. Me explico con un ejemplo directo.

En Malasia también un hombre o mujer, después de días de pesadumbre y dolor, se enoja, y entra en un estado de ira incontrolable. Está contra todo y contra todos. Rompe cosas. Golpea personas. Tal vez incluso las hiere, las daña, y puede llegar a matarlas. Pero en este país, en esta cultura, se dice que a esta persona se le metió el amok. El amok es el espíritu de un malvado tigre. Cuando a alguien se le mete el amok, no hay modo de que se detenga, empieza a matar a cuanta persona se le pone enfrente y casi siempre termina asesinado por la policía para evitar más muertes. Contrario a lo que normalmente se argumenta en el caso de las leyes norteamericanas (y lo señalo sin el afán de entrar en polémica) en Malasia el acceso a las armas de fuego es muy difícil por parte de la sociedad civil, pero esto no impide las muertes por amok ya que quien es poseído usa sables o espadas. Igual que en el caso de la mayoría de los asesinos norteamericanos de este tipo, a quien le da el amok tiene un periodo de preparación, no es una ira momentánea. Existe lo que legalmente conocemos como premeditación. La diferencia es que para los malayos la persona no es responsable, en el sentido legal de occidente, ya que se reconoce que fue poseída por este espíritu. No fue su culpa. Esto tiene implicaciones sociales determinantes. Por ejemplo, los familiares de los inocentes que mueren en estas masacres no lo ven como algo personal, o víctimas de un homicida, o hechan la culpa al asesino. Para ellos, el morir en manos de un poseído por amok es el equivalente a morir por terremoto, tsunami o la caída de un rayo. El dolor es terrible y el duelo muy largo pero para ellos son cosas que pasan.

La posesión por amok, o dicho en términos occidentales, el síndrome del amok, está clasificado dentro del famoso “Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales” o DSM-IV TR, en el Apéndice: Guía para la formulación cultural y glosario de síndromes dependientes de la cultura.

Los invito a reflexionar sobre la gran diferencia que implican estas dos visiones de un mismo fenómeno. La salud mental de una sociedad, de las víctimas o afectados por el hecho, el perdón, en fin, son dos mundos totalmente diferentes.

Lo curioso es que tal vez esa visión oriental está mas cerca de explicar cómo funciona la mente y cerebro humanos según va descubriendo la neurociencia actual. Somos responsables de nuestros actos, más no necesariamente culpables. Mis emociones son escasamente generadas por mí, es decir, concientemente por mí. Esto es, no soy un hombre enojado, iracundo, o neurótico. Soy un hombre con enojo, que tiene ira, que tiene neurosis. Más aún, soy un hombre poseído a veces por el enojo, la ira o la neurosis. Si no les gusta la palabra poseído, digamos que el enojo, ira o neurosis surgen en mí, nacen en mí, sin que intervenga mi conciente.

La diferencia a nivel personal y psicoterapéutico también es fundamental. Reconocer esas emociones cuando surgen, muchas de ellas por mecanismos de protección o defensa, de vigilancia natural e incluso benéficas, en nuestro cerebro y mente, es muy importante. Pero una vez que surgen lo menos razonable es alimentarlas con ideas de culpabilidad y castigarnos con ellas. Si ya percibí el surgimiento de un enojo en mí, está tan bien o tan mal como cuando llueve, así que no vale la pena lamentarse y dolerse debajo de la lluvia, sino resguardarse, sacar un paraguas y en cuanto sea posible poner la ropa mojada a secar.

Recuerda, cuando tengas experiencias que generan emociones positivas, profundiza esas emociones, aliméntalas. Y cuando tengas experiencias que generan emociones negativas, trae a la mente, recuerda experiencias positivas que te hagan recordar y sentir emociones positivas.

Si el amok llega, si el espíritu del malvado tigre llega, no lo alimentes.

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