El hacedor de lluvia


A nuestra sociedad le gusta recuperar términos y conceptos que hacen referencia a los ya olvidados tiempos en que la cacería y la agricultura eran lo más importante en nuestras vidas. Las áreas de recursos humanos de las grandes empresas y las compañías consultoras especializadas se empeñan, por ejemplo, en “cazar cabezas” o “cazar talentos” —por la traducción del inglés headhunters.

Otro concepto recuperado de nuestra antigüedad agrónoma por el corporativismo contemporáneo es el de “hacedor de lluvia” o rainmaker. En las sociedades que dependían directamente de la agricultura por temporal, las sequías significaban muerte, enfermedades y años de sufrimiento. La expectativa de lluvia cuando ésta faltaba se convertía en la espera de un milagro que podía cambiar radicalmente la existencia. Y por supuesto, alguien capaz de hacer llover se volvía la persona más valiosa para ese mundo.

Hoy, se le llama rainmaker a quien puede salvar milagrosamente una empresa, un área de ventas, una sucursal o una franquicia, alguien quien puede convertir una sequía financiera o de negocios en una lluvia de ingresos económicos. Usualmente, alguien reconocido por su fuerza, ánimo, capacidad de empuje, liderazgo, en fin, capaz de hacer bailar a todos para que llueva.

Cuenta una vieja historia taoista que un día, hace ya varios siglos, un pequeño poblado vivió una profunda sequía de varios años. El hambre, la escasez, enfermedad, y deshidratación, habían alterado el día a día de la aldea, las relaciones familiares, la interacción entre los pobladores, e incluso los festejos, eventos religiosos y relaciones amorosas al grado de ya no recordar cómo era la vida cuando el agua todavía habitaba en sus campos y en sus casas.

La desesperación los hizo buscar un famoso hacedor de lluvia para pedirle ayuda. Un viejo y sabio anciano —¡quién más!— llegó a la aldea y aceptó tranquilamente la encomienda. Todos en el pueblo esperaban que el anciano iniciara algún tipo de rito espectacular en los siguientes días, pero el sabio simplemente se instaló en una pequeña choza y empezó a cuidar su jardín, meditar, leer y contemplar la naturaleza.

Así pasaron las semanas. La apacible vida del que se le conociera por hacer lluvia, atraía las miradas de sus vecinos, sorprendidos de que hiciera nada por provocar la precipitación fluvial tan esperada. Mientras tanto, los niños hacían el hábito de visitar el jardín del anciano y jugar en él. Algunos jóvenes se acercaban a escuchar sus historias y aventuras, producto de una larga vida y múltiples viajes. Los más ancianos se acostumbraron a tomar té con él y disfrutar sus silencios. Y el anciano sabio seguía sin hacer mayor cosa.

Pero entonces llovió. Y luego, volvió a llover. Los campos empezaron a florecer y reverdecer. Los sembradíos tomaron vida otra vez. Los animales de las granjas recuperaban fuerza y peso. Frutos, verduras y alimentos llenaron las mesas de las familias. Nuevas parejas de enamorados se conocían, las fiestas abundaban, los eventos religiosos eran lo que habían sido antes.

Felices, los pobladores fueron a agradecer al anciano sabio. Ninguno podía ocultar su sorpresa pero también sus dudas. Nadie lo había visto llevar acabo rito alguno, interpretar algún canto, repetir alguna oración especial o ejecutar alguna danza mágica.

Tras el agradecimiento, la pregunta no se hizo esperar. ¿Cómo lo había hecho?
El hacedor de lluvia, con la calma y tranquilidad que lo caracterizaba, les explicó que cuando llegó al pueblo percibió una falta de balance, un desequilibrio, entre los pobladores y en su relación con la naturaleza que los circundaba. Hacía falta armonía y él se limitó a vivir en armonía. Una persona en armonía genera armonía con quien convive, y la vida en armonía de los seres humanos, genera armonía en los animales con quien se relaciona, en las plantas, la tierra, el cielo, el agua…

Subscribe to get future posts via email (or grab the RSS feed)