El lenguaje de las palomas


La filosofía, el arte, la literatura, tienen esa capacidad de poder cambiar nuestra manera de ver el mundo, nuestra perspectiva de la vida, con una idea, un gesto, a veces una frase o verso.

A nuestro cerebro le gusta ahorrar esfuerzos y procura estructurar un modelo, una realidad, un mapa, de aquella persona que conocimos por la mañana, de la ciudad que visitamos hace un año, o de la canción o película de moda, para luego no mover mucho las cosas y dejarlo todo así en nuestra memoria.

Y bien hace porque sería imposible que cada segundo el cerebro y mente vieran, escucharan o percibieran sus alrededores como si fuera todo nuevo, como si fuera la primera vez siempre. Hay que ahorrar recursos y solo se da un cambio de opinión sobre política, o sobre la primera impresión que nos provocó el nuevo compañero de trabajo, la manera en que me gusta tomar el café, mis platillos favoritos, solo se da un cambio si el cerebro y mente son convencidos, a veces sacudidos como en medio de una tormenta, de sus creencias, sus certezas, a veces incluso de sus prejuicios, vicios, malos hábitos.

Friedrich Nietzsche, por ejemplo, sembró una idea en el siglo XIX que floreció hasta el XX. Como todas las ideas nuevas, las ideas filosóficas me refiero, en su momento fue explosivamente novedosa. Ahora creo que en el siglo XXI ya es un tema que aparece en películas serie B de Hollywood, pero vale la pena recordarle. Hablo del eterno retorno, idea que en ámbito mítico y religioso no es nuevo, pero que Nietzsche plantea como un escenario, como una idea, como un modelo para ver la vida, y en especial para valorar nuestras decisiones, lo que hacemos cada día.

Esencialmente, si vivimos la vida una sola vez, si cada una de las acciones que decido vivir, las voy a vivir una sola vez, casi nada importa, casi nada tiene peso. Pero si les dijera que toda nuestra vida, todos nuestros actos no solo se van a repetir, sino que se van a repetir idénticos, una y otra vez hasta el infinito, ¿vivirán igual?
Dicho en palabras de Nietzsche: «Si, en todo lo que quieres hacer, empiezas por preguntarte ¿estoy seguro de que quiero hacerlo un infinito número de veces?, esto será para ti el centro de gravedad más sólido.»
Después de leerle esto a mis alumnos de Ética, hace ya muchos años, les decía que cuando alguien tira un pedazo de basura en la calle pensando “qué tanto es una basurita más”, ese acto aparentemente insignificante, toma un sentido totalmente diferente si sabemos que va a repetirse infinitamente por la eternidad.

Un ejemplo similar lo tenemos en el libro “Sum: Cuarenta Historias desde la Otra Vida”, conjunto de pequeñas piezas literarias escritas por un neurocientífico contemporáneo, David Eagleman, sobre mundos, universos posibles, de la vida después de la vida. El primer cuento, que da nombre al libro, se llama Suma y plantea que «En la otra vida tu revives todas tus experiencias, pero esta vez con los eventos mezclados en un nuevo orden: todos los momentos que comparten una cualidad están agrupados juntos. Pasas dos meses manejando en la calle frente a tu casa, siete meses teniendo sexo. Duermes por treinta años sin abrir tus ojos. Por cinco meses seguidos tu ojeas una revista mientras estás sentado en el toilet.»
El escenario es muy sencillo. Aquí no hay eterno retorno, sin embargo, el visualizar el acumulado de tiempo que dedicamos a ciertos actos, provoca que esos actos de nuestra vida también los veamos diferentes. Algunas sumas provocan risa, casi llanto. Es difícil saber si la otra vida expuesta en esta historia es el cielo o el infierno.

«Pasas seis días cortándote las uñas. Quince meses buscando cosas perdidas. Dieciocho meses esperando en la cola. Dos años de aburrimiento: mirando a través de la ventana del autobús, sentado en la terminal del aeropuerto […] Setenta y siete horas de confusión. Una hora dándote cuenta que olvidaste el nombre de alguien. Tres semanas dándote cuenta que estás equivocado […]  Seis semanas esperando el semáforo en verde. Siete horas vomitando […] Nueve días pretendiendo que sabes de que se está hablando. Dieciocho días mirando dentro del refrigerador. Seis meses viendo comerciales en televisión. Cuatro semanas sentado pensando, divagando si habría algo mejor que hacer con tu tiempo.»
No sé ustedes, pero para mí, después del eterno retorno nietzscheano o la suma de nuestra vida de Eagleman, cambia mi manera de ver la vida, cambia mi perspectiva de las cosas. Por lo pronto me recuerda que quiero vivir en una ciudad en la que no tenga que pasar tanto tiempo para que el semáforo se ponga en verde. O si tengo que hacerlo, aprovecharlo, disfrutarlo, darle algún sentido.

Y no se trata simplemente de información. Estamos hablando de filosofía, literatura y arte, que conllevan un lenguaje lleno de desplazamientos, de retórica, de formas de presentar un mensaje. Si alguien me dice “vive la vida”, “no desperdicies ni un minuto”, “se feliz” o “vive cada día plenamente”, mi cerebro y mente se van a reir. Nadie cambia por instrucciones.

Para los que preguntan qué es lo que pasa en una sesión psicoterapéutica les puedo responder diciéndoles lo que todo psicoterapeuta espera que pase: un cambio, una transformación en la manera en que el cerebro y mente del consultante ven su mundo; cambiar la realidad a través de su mirada, de tal modo que el cerebro y mente encuentren un nuevo camino, vuelvan a recuperar su capacidad de aprendizaje, se liberen de una visión repetitiva, y vean otra vez ese aspecto de la vida que ya no les funcionaba pero ahora totalmente renovado.

Aunque claro, igual que pasa con el lenguaje literario, filosófico o del arte en general, la efectividad del mensaje no está en la semántica sino en la retórica. Es decir, para quien fuma y quiere dejar de hacerlo, de nada sirve salirle con la cantaleta de lo dañino que es para la salud o de los riesgos de eficema pulmonar. Eso lo saben todos los fumadores. Si saber eso funcionara no vendría escrito en todas las cajas de cigarros. El fumador que quiere dejar de serlo, por seguir con ese ejemplo, ya sabe lo qué quiere y por qué lo quiere. Su problema es que a pesar de saberlo lo sigue haciendo porque a una parte de su cerebro y mente, como a todos, a veces le resulta difícil cambiar, y hace trampa. Y para comunicarnos con algunas partes de nuestro cerebro y mente hace falta otro lenguaje.

Es cuando necesitamos una palabra, un silencio, un pensamiento o una paloma, que nos traigan una tempestad, una nueva dirección en nuestro mundo. Nietzsche lo dice mejor que yo en el famoso Zaratustra: «Las pa­labras más silenciosas son las que traen la tempestad. Pensa­mientos que caminan con pies de paloma dirigen el mundo.»

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