El maestro

En la mesa de al lado del café que frecuento, un hombre de mediana edad se queja del trato tan humano que algunas personas le dan a sus mascotas sin darse cuenta que son sólo unos animales. Luego insiste que hay quien incluso deja que el hocico de su perro se acerque a los alimentos, o peor, dejan que el animal les de una lamida en la cara a modo de saludo, con el riesgo de que les pase sus gérmenes.

Escuchándolo, recuerdo a un antiguo vecino, profesor, que cada que saludaba a mi perro cuando nos encontrábamos por las mañanas me decía que los perros eran muy lindos pero el sólo hecho de pensar en tener que limpiar sus excrementos lo hacía desistir de tener uno algún día.

Los entiendo a los dos, al de la mesa de al lado y al vecino profesor, porque yo pensaba así. O bueno, creía que pensaba así, porque ahora se que más bien no era sensible a ciertas emociones y comunicación con los animales. Mi consciente luego se armaba una buena justificación fundamentada en cuestiones sanitarias.

Es difícil de explicar. Un día te tiras cansado a dormir después de una larga jornada de trabajo y cuando te das cuenta, entre sueños, descubres que tu perro se ha venido a dormir contigo y está usando tu brazo como almohada, con todo y su baba escurriendo sobre él. También duerme de cansancio. Y enconces te das cuenta que este ser vivo, este mamífero como lo eres tú, ha roto con los principios más elementales de la teoría de la evolución y selección naturales, porque más allá de su instinto de sobrevivencia elemental, confía plenamente en tí para quedarse profundamente dormido, sin protección alguna más que la de tu brazo y compañía. Después de algo así, ¿quién puede ser capaz de despertarlo y correrlo de su cama porque te babea el brazo? Yo no.

Porque cuando eres capaz de sentir y reconocer las emociones que resuenan entre otros seres vivos y tú mismo, automáticamente se descarta cualquier argumento racional o lógico, cualquier búsqueda de una justificación.

Lo mismo le pasa a muchos que son padres por primera vez. Antes de tener un bebé se sorprendían de lo que es capaz de hacer una mamá o un papá, cambiar pañales, limpiar vómitos, despertarse en la madrugada. Pero una vez que la paternidad y la maternidad se viven, esos cuestionamientos desaparecen. Simplemente cambias el pañal, limpias el vómito, te despiertas en la madrugada.

Pero un bebé es un ser humano, argumentaran algunos. Y es cierto, pero también es un animal, igual que todos nosotros. Los cerebros de las diferentes especies de mamíferos superiores tienen realmente muy pocas diferencias entre ellos. El nuestro incluido, por supuesto.

No solo vemos el sufrimiento, la felicidad, tristeza, cansancio o entusiasmo del otro, lo sentimos como si fuera propio. Esa capacidad de compasión, de sentir con el otro, forma parte de nosotros como un mecanismo de sobrevivencia de la familia por encima del individuo, pero sobre todo, de la tribu, la ciudad, la especie y la vida misma, por encima del individuo.

Y sí, yo tampoco entendía el grado de convivencia que se puede llegar a tener con una mascota, hasta que tuve una. Igual que un padre no se cuestiona de las implicaciones sanitarias de cambiar un pañal, el dueño de una mascota tampoco lo hace cuando hay que limpiar su excremento.

Y claro, cada quien lo vive diferente. Estamos hablando de capacidades y sensibilidades, y en eso hay tantas variaciones como personas. En mi caso, mucho antes de tener un perro de mascota, descubrí el mayor cambio a nivel personal gracias a un perro en la calle.

Fue hace ya algunos años, después de haber estado en algún retiro de meditación y yoga. De hecho, fue después de por lo menos un par de retiros y algunos meses de practicar meditación y yoga por primera vez de modo sistemático en mi vida.

Parecía una tarde como cualquier otra. Estaba en la calle, sobre la banqueta o acera, afuera de una tienda, cerca de donde vivía, esperando a quien me acompañaba. Me sentía bien no solo porque mi situación personal, laboral y de pareja iban de maravilla, sino porque sentía que de alguna manera los nuevos hábitos me estaban ajustando bien. Sin embargo, esa percepción puede ser muy subjetiva y a veces engañosa. Nos sugestionamos y el bienestar, si bien sano y productivo, es muy general y superficial.

A veces, es necesario que la realidad misma nos sorprenda para darnos cuenta de las transformaciones más profundas.

Al estar ahí parado en la calle, derrepente sentí algo que tocaba mi mano. En lugar de reaccionar de modo inmediato como seguramente lo hubiera hecho antes, alejando mi mano de cualquier contacto hasta no saber qué era, simplemente miré. Un perro estaba oliendo mi mano. Y otra vez, en lugar de hacerme a un lado, seguí quieto, tranquilo, como si nada. El perro habrá sentido la calma porque me empezó a lamer.

Fue entonces cuando verdaderamente sentí que algo faltaba en mi vida. Que toda esa meditación y yoga, se habían llevado algo con lo que había vivido siempre: me percaté que ya no tenía miedo. Y bien dicen que no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes, y yo ese día descubrí que había tenido miedo toda mi vida.

Me vinieron a la mente todas las veces que me había encontrado con un perro, los momentos de tensión en mis brazos, el aceleramiento de mi respiración, mis justificaciones para no acercarme plenamente a ellos, mis cuidados para acariciarlos, en suma, ese miedo sutil y oculto.

Esa tarde, ese perro fue mi maestro. Me enseñó que la meditación y el yoga no solo me estaban haciendo sentir bien, como si saliera del spa o de un masaje relajante, sino que un cambio profundo, una transformación a nivel cerebral, se había dado en mí, incluso más allá de lo esperado por mí, y por lo tanto, de ahí la sorpresa y asombro.

Fue por esos días que decidí darle continuidad al cambio y hacerme psicoterapeuta. Y sí, también ahora soy de los que deja que mi mascota me de una lamida en la cara cuando nos saludamos. Sólo espero no ser yo el que le pase mis gérmenes.

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